Efectivamente, en invierno tenemos más hambre. No se trata de un mito ni de una excusa para justificar nuestros asaltos a la nevera. La explicación la encontramos en la teoría de la termogénesis adaptativa. Se trata de un proceso biológico por el que nuestro cuerpo quema energía para transformarla en calor. Al hacer más frío baja nuestra temperatura corporal y como consecuencia, nuestro metabolismo necesita quemar más calorías (energía) para mantenerse en torno a los 36-37 grados centígrados. Si bien todo lo anterior es cierto, también se ha comprobado científicamente que ese mayor gasto calórico no es significativo, pues los humanos no se exponen durante largo tiempo a bajas temperaturas y contrarrestan el frio abrigándose, poniendo la calefacción o tomando bebidas y alimentos calientes. Por tanto, ese aumento del apetito durante el invierno también responde a otros factores en los que hoy vamos a profundizar.
La luz natural en otoño e inverno es menor que en primavera y verano. Los días son más cortos y oscuros y esto provoca un aumento de la producción de la hormona melatonina, la encargada de disminuir la temperatura corporal y en consecuencia, se aumenta la necesidad de consumir más calorías para convertirlas en calor. También hay estudios que han comprobado que el invierno cambia el funcionamiento de las hormonas que regulan las ganas de comer, activando las asociadas con el apetito, como es el caso de los glucocorticoides y reduciendo las que están relacionadas con la saciedad.
Según esta teoría, en épocas de mucho frío activamos nuestro metabolismo, lo que nos lleva a consumir más alimentos calóricos, ricos en grasas y azúcares, para así ganar peso y tejido adiposo que nos mantendrá más calientes y protegidos del frio. Esta teoría no está respaldada por evidencia científica.
Durante el invierno pasamos más tiempo en casa, realizamos actividades más tranquilas y solemos ser más sedentarios. Esta situación provoca que muchas veces comamos simplemente porque estamos aburridos, por inercia o porque tenemos las “tentaciones” al alcance de la mano. Además, como las temperaturas son bajas, difícilmente optaremos por una fruta o ensalada y nos decantaremos por alimentos hipercalóricos. Muy relacionado con todo lo anterior está el conocido como trastorno afectivo estacional. El no poder salir de casa por las condiciones climatológicas nos provoca un sentimiento de angustia o de nostalgia que paliamos con el instante de placer que nos da la comida.
También el estrés es uno de los grandes incitadores a comer más. Tratamos de calmar la ansiedad comiendo productos “prohibidos”, repletos de calorías, grasas y azúcares y de bajísima calidad nutricional.
En los dos casos el hambre que creemos sentir no es hambre fisiológica sino emocional.
Cambiar las estaciones o las temperaturas que les son características no es una opción. Pero sí hay algunos “trucos” que pueden ayudarnos a combatir el aumento del apetito o al menos que nos ayudarán a saciarlo con productos equilibrados, que no tengan gran impacto en nuestro peso corporal o nuestra salud.
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